Alto Valle unplugged

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Las lamparitas del Alto Valle quedaron ayer por la tarde apagadas, impedidas, anuladas. Una interrupción en la energía eléctrica desnudó nuestra debilidad: dependemos abiertamente de la inmensa maraña de electrones que  viajan, se encuentran y hacen posible el arte de la electricidad.

Señoras, señores, hasta acá nomás llegó la intención de echar un vistazo a los títulos de TN de las 18. Trabajadores y trabajadoras de supermercado, de tareas administrativas, de maquinaria eléctrica... a descansar. Ni televisores, ni heladeras, ni computadoras, ni nada que requiera un cableHasta aquí nomás, estudiantes y docentes. Es inminente la llegada del invierno y a estas horas Febo no asoma ya sus rayos. A leer y escribir a otro lado.

Claro que este posible "ocio" obligado presenta serias dudas. De las cosas que quisiéramos hacer, pareciera que ninguna se puede. ¿Escuchar música? No. ¿Mirar tv? Ya dijimos que tampoco, así que ni hablar de computadora (alabado sea quien tenga notebook y batería cargada). La idolatrada "Sociedad de la Información" se apaga tan rápido como saltan los tapones. Ya no quedan para hacer ni las cosas aburridas: ni lavarropas, ni plancha... ¡ni depilación!

¿Y ahora qué hacemos?
- Para tomar mate no se necesita luz – la respuesta viene de mi amiga y colega Giovanna. De tan obvia, tan sabia. ¡Qué buena oportunidad para hablar! Por un buen rato: el rato que estuvo sin electricidad y el rato que tardamos en darnos cuenta de que había regresado. Ahí es cuando se entiende todo. Nos desconectamos de los cables pero nos conectamos a otro nivel: en la charla banal, en el rebusque de algo para hacer.

Claro que cuando el primer fluorescente titile, la heladera inicie su motor y los artefactos anuncien el retorno de la energía con sus "pip" característicos, nos olvidaremos de todo eso. Será la pelea por quién se levante primero y llegue con cuerpo ágil a encender la computadora que, con suerte, habrá aprovechado a enfriarse un poco.

La tentación de viajar... así

Esto es:



Pintaba ser un viaje de mal humor. Mi mp3 rendido ante la arbitrariedad de las pilas que dijeron “basta”; el colectivo de camino más largo y con los asientos más incómodos, de esos en los que no se puede ni apoyar la cabeza. Ceño fruncido y brazos cruzados en señal de protesta mientras el paisaje se desdibujaba en la ventana, no por la rapidez del paso, sino por el polvo de los vidrios.

En eso estaba cuando en un tramo incierto del camino, sube un grupo de personas que genera un alboroto. ¿Quiénes vienen a interrumpir mi deliberado enfurruñamiento con voces estridentes y sonrisas tan fuera de lugar? El resto de los pasajeros también se sorprende cuando uno de los muchachos comienza a hablar con un acento que pretende ser español, nos saluda, nos habla. ¿A nosotros, seres desconocidos? Dice que le está mostrando el Valle a su "tía".

- Es muy bonito, dan ganas de quedarse
- No, tía… ¡vas a ver que dos horas más acá arriba no vas a querer estar!

Ahí llegan las primeras risas, tímidas. El mismo muchacho, quien ya va perdiendo su acento fingido, entona De pensar en nada mientras guitarra y armónica lo acompañan. Está bien: me convencieron, aplaudo. ¡Si hasta hace malabares!

Algunas paradas más adelante, en Fernández Oro, un grupo de cinco hombres mayores –eufemismo para la palabra “insultante” viejos – sube a nuestro improvisado escenario rodante. Uno es invitado a bailar y pide una chacarera. Deseo concedido, pero piden más:

- ¡Pero, usted sigue con eso! San Martín cruzó en camilla… cantemos otra cosa.

Ya la gente sonríe, saca fotos. Y el señor pelado que ha pedido la chacarera va a la par del espectáculo. Suena la armónica, se aplaude una vez más. “¡Energía, energía!” y el señor parece que la tiene toda, “comió muchas barritas de cereal”.

Al llegar a Cipolletti el grupo teatral-musical se baja, previo pasar la gorra con la que juntaron manzanas, sahumerios, dinero (“¡Uno de 10! ¡No aplaudan, imiten!”). Y el pelado ahora queda solo en medio del colectivo, pero sigue con ganas. Comienza la charla con un desconocido que tiene enfrente. Charla va, charla viene. Cuestiones de viejos, de nostalgia, de épocas difíciles.

Y maravillada quien escribe por lo que puede hacer una pequeña intervención musical. Porque aunque la muchacha de al lado no aplauda, y la señora de lentes de sol mire hacia fuera como si le diera vergüenza ajena, la reacción mayoritaria fue de agradecimiento. Alegría por estos jóvenes que se animaron, que viven de la gorra y el arte y amenizaron un viaje al parecer interminable. Porque a nadie le importó que el acento del muchacho se perdió en la segunda oración y no reapareció nunca más. Importó que hizo malabares con su burbuja de nada, con las pelotitas rojas, se colgó de los tubos amarillos al son de su música. Importó que nos sacó una sonrisa, más de un aplauso y nos permitió entablar relación (aún sin palabras) entre quienes, momentos antes, mirábamos el reloj, impacientes por llegar a destino y charlar con un alma conocida.