Vacaciones a los veintipico

Esto es: ,

Sucede que llega cierto momento de la vida en que no nos queda bien ningún envase. El de la infancia ya se hizo chico hace rato. El de la adultez se nos hace –quizás por puro engaño de la percepción– demasiado grande. De modo que nos encontramos haciendo contorsionismos tratando de caber en el de la adolescencia que –aunque duela admitir– ya es hora de dejar atrás. Si, compañeros y compañeras: estamos en los veintipico.

Quizás en algunas situaciones esta desnudez de embalaje pase desapercibida. Parece exagerado pensar que realmente sea tan importante. Pero el panorama puede ser desalentador al salir en busca de opciones para este receso invernal que tanta recreación ha prometido. Aquí algunos ejemplos desafortunados.

Episodio 1.  Noche de cantobar en el Casino de Neuquén. “Un lugar tranquilo para charlar y tomar algo”, dice la opinión popular. ¿Una opción acertada para un grupo de veintipicoañeras? Un rápido vistazo alrededor vaticina la respuesta. Un trío musical arrastra a su público de solteros cuarentones y parejas añejas a un karaoke desafinado. Ahí pasan los temas de Gilda, Marco Antonio Solís, José Luis Perales, Sandro. Las veintipicoañeras se miran, ríen ante lo bizarro, pero saben que han errado el lugar. Temen tararear los temas que escuchan por temor a sentirse viejas. Pero, ¡que va! Si se los saben por algo será…
Miran el reloj cuando termina la función. La música bailable está por comenzar, pero ya es tarde y es jueves. A los veintipico ya no se permiten tales aventuras.

Episodio 2. Mejor suerte si se prueba con un lugar más afín a las necesidades de la juventud. Multitud, bebidas a gusto y música. Música a todo volumen, música de ahora, música… ¡desconocida! Otra vez la frustración mientras el grupo que ya se siente el "pami", cabizbajo, ve pasar los raros peinados nuevos, la frescura de los adolescentes despreocupados que salen un sábado –todos los sábados– sin importar frío ni sueño.
Será un trago y un taxi a casa. No verán el amanecer capitalino… Es que los veintipico ya pesan en los párpados cansados.

Episodio 3. Vendrá un nuevo intento, esta vez sin pretensiones. Bajo techo familiar. Ningún intruso en esta burbuja de entretenimiento que se han creado: un tablero, un dado, unas fichas de colores que avanzan al ritmo de las risas, cómodas... porque encontraron su lugar.

Y sí. Sucede que llega cierto momento de la vida en que no nos queda bien ningún envase. Pero mientras renegamos con las generaciones de adelante y nos sorprendemos con las que vienen atrás seguimos construyendo. Y entonces llegará el día en que ese no lugar sea una añoranza. Será cuando nos encontremos en el escenario de un karaoke desafinando, mientras -unas mesas más atrás- un grupo de veintipicoañeras ría ante nuestras canciones, tan pasadas de moda.


Postal ministerial

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La geografía del edificio está concienzudamente organizada. Segmentada para que quepan más escritorios. Jerarquizada para que las personas “importantes” no estén a la vista de cualquiera. Incómoda para que no den ganas de quedarse.

Quedarse y esperar es la receta para los visitantes. Esperar mientras la secretaria amable te dice que, la persona importante, “en un ratito te atiende”. Esperar mientras la otra secretaria te pregunta “¿estás atendida?”. Quedarse a decir “buen día” a otro empleado que pasa. Y a otro. Otro más. Un buen día más y ya se van llenando los escritorios de empleados y empleadas. Cada uno con sus computadoras que delatan, en el mejor de los casos, los títulos del Río Negro de la mañana. Los teléfonos que apenas suenan.

¡Qué relajada parece la jornada laboral en este Ministerio! Pareciera que el tiempo sobra. Será por eso que una secretaria aprovecha y levanta el tubo del teléfono estatal para pedirse un turno con el médico. O que otra comenta lo bien que se siente ahora que empezó a tejer bufandas. Mientras, el mozo del edificio va y viene con bandejas de café caliente a pedido. Es que trabajar así sin nutrirse de un buen desayuno debe ser agotador.

Y el tiempo pasa y las tazas se vacían mientras el o la visitante espera. Y se queda. Le han advertido o sabe –por buen conocedor o conocedora– que en esta patria burocrática no hay que rendirse. Se morderá la lengua con indignación ante el cotorreo relajado de los empleados; responderá con cara de poker al mal humor que emergerá de las secretarias cuando entiendan que las fórmulas de “en un ratito te atiende”, “fue al baño”, y “está ocupadísimo” no funcionan; aguantará las miradas de reojo ante el llamado del superior preguntando “¿sigue ahí?”. Pero el o la visitante esperará.

Entonces, si tiene suerte, su paciencia será recompensada. Si no, tendrá que volver otro día y seguir esperando. Aunque si lo piensa dos veces, si canaliza su irritación hacia terrenos productivos, se avivará. Y la próxima vez que deba pisar alguno de estos paraísos de mediocridad estatal, llevará consigo un currículum para dejar en Mesa de Entrada. Por las dudas.


La ciudad ilustrada

Esto es: ,


No ensucian. No es como caminar sobre papeles y residuos derramados por la calle. No “afean” la vista. Molestan, eso sí. A quien le gusta vivir deliberadamente ignorante, le molestan. Porque gritan y, si se está lo suficientemente atento o atenta, se escucha. Pero quien gusta de abrir los ojos, de ver materializado en una pared un acto comunicativo y cultural, los disfruta.

Así son los graffitis. Nacen de una conciencia intranquila con la quietud ante lo injusto, o la invisibilización de lo importante. Son marcas grabadas en la ciudad. Grabadas a flor de piel con la tinta urgente de un aerosol. Tatuajes, dice una catedrática por ahí. Y ahí, en esas marcas está la historia

Rompen el silencio de la calle hablando de política, cuestionando el Estado, exigiendo justicia, reivindicando géneros o simplemente, desplegando ingenio. También hay historias que hablan de amor, odios o de puro narcisismo. Esas -creo yo- son las prescindibles. Las importantes son las que te hacen enojar, pensar, o hasta te sacan una sonrisa. Y dicen esas cosas que no pueden quedar atragantadas.

Desde aquí sólo recomiendo –si es que acepta un consejo de esta humilde escritora– que los escuches. Escuchá lo que tengan para decir. Tomate un tiempo para detenerte cuando pases junto a un graffiti en la calle. Optá por despegar los ojos cuando vayas cabeceando en un viaje largo de colectivo urbano. Vas a ver que hasta se hace más corto.

Aunque quizás sería mejor si cada uno de nosotros y nosotras tomáramos coraje y nos animáramos a contar nuestras propias historias. Así como a diario gritamos a todos y a nadie en el timeline de Twitter o el muro de Facebook, pero en una pared real. Después de todo, ¿quién dice que las ciudades nacieron para ser lienzos inmaculados? La calle es nuestra. Adelante.