De la velocidad selectiva de las horas

Esto es:



Pasa los sábados, pasa los domingos. Pasa en la semana. Pasa siempre que no querés que pase. Son las horas que se instalan, se detienen, ralentizan. Se amodorran sin preguntar, sin reparar en la urgencia de quienes las miramos, ansiosas, esperando verlas avanzar.

“El tiempo vuela cuando te divertís”, dicen. Y ese mismo tiempo se detiene a tomar mate, echarse una siesta y leer una novela cuando la estás pasando mal. Cuando las mirás porque las necesitás en un número determinado y ellas siguen ahí, quietas.

¿Quién determina la velocidad de las horas? ¿Quién se hace cargo de regañarlas cuando se distraen para volverlas a su ritmo normal?

Hay un tema con las horas y es que no les interesa nuestro apuro. Dirán que es psicológico -como la preocupación por la caída de las cenizas (¿se acuerdan?)-, dirán que es una sensación -como la de “inseguridad”-, pero que molesta, molesta.

Que avancen.
Que pierdan conciencia, se atiborren de apuro.
Que salven esta tarde…




¿Y cuando es al revés? Cuando necesitamos esa pereza para aprovechar cada instante, cuando los minutos no alcanzan, cuando ellas se obstinan en seguir. Seguir avanzando. Mientras el día cae, la noche obliga, la madrugada amenaza.

Deténganlas, ya mis piernas flaquean
Que aguarden, que no está todo hecho
Que miren hacia atrás
Que salven esta noche...


Hay un tema con las horas, y es que son independientes. Indomables. Ajenas a nuestras presiones. Quizás no quede más que rendirnos ante ellas y, ante su capricho, enarbolar bandera. Sean ustedes libres de marchar a su gusto. Ya encontraremos la manera.