Un punto y aparte

Esto es: , , , ,

Érase una vez un grupo de ingresantes universitarios que escribieron su primer "nota" periodística asustados e inseguros en el aula 35 de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Unco.

Érase una vez esos mismos estudiantes, superando su primera Introducción al Periodismo, y recorriendo el Camino del Inca junto a Emile Zolá, Oppenheimer, Moreno, Botana y Hearst. Estudiantes que los viernes dejaban el aula de Redacción I para salir a encontrar una noticia a las 2 de la tarde, cuando en la ciudad no deambulaba una sola alma.

Érase una vez -y no hace tanto- esos estudiantes jugando a ser periodistas en las redacciones de Sociedad Anónima y A-contramano. Y el juego que se volvía cada vez más serio: era Redacción II.

Érase hasta ayer que esos estudiantes escribieron sus primeras investigaciones, conocieron las burocracias, el miedo a la denuncia, y la militancia del dato. Fue también hasta ayer que esos estudiantes dejaron atrás (o intentaron dejar) su mentalidad de papel para producir para la web 2.0. Y de entre esas producciones, nació esta bitácora.

A partir de hoy Sillas en la vereda abandona pretensiones académicas y queda solo. Por cuenta propia.

No volveremos a esconder la mirada tras el monitor cuando Ale pregunte sobre las actualizaciones de los blogs. No volveremos a rechazar un mate amargo de Fabián, ni a reír (o no) con sus chistes. No estará Lieza para ayudarnos cuando tengamos problemas con la tecnología. No volveremos a entregarles notas y trabajos. Las correcciones ahora las harán otros. Seguro que con menos paciencia; seguro que con menos humor. Se acabaron los días de risas compartidas y rateos de a tres al son de "¿nos tomamos unos mates hasta las 16.30?".

Cuatro años pasaron de aprendizaje. Cuatro años de conocer al periodismo, y "aprender periodismo haciendo periodismo". Es momento ahora de poner un punto y aparte. Quedarán los docentes: quizás con más estudiantes, quizás con blogs más actualizados. Y quedaremos nosotros y nosotras, con otras materias y diferentes rumbos en el camino al título que diga "Licenciado/a". Claro que, aunque simbólico, hoy podemos decir que el otro título ya lo tenemos: ya nos recibimos de periodistas.



Más sobre nosotros/as:

El vecino cantante

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- Lucy in the sky with diamonds... 
En algún lugar de ese cielo, un Beatle llora. En un rincón de este infierno, una inquilina protesta.

- Let there be love... 
Los hermanos Gallagher, en quién sabe qué ciudad, se empiezan a sentir incómodos. Y en el mismo rincón de este departamento, la inquilina vuelve a maldecir.

El sol de las 9 entra, henchido de orgullo por las cortinas recién abiertas. No está solo. Viene acompañado de la voz cantante que baja desde el departamento de arriba. Un muchacho y su guitarra (des)entona canciones de los cuatro de Liverpool hasta el hartazgo. Los pedacitos que se sabe; de los temas que se sabe.

La inquilina, abajo, enciende la radio para no escuchar.

El vecino cantante es siempre una posibilidad a tocar dentro del vasto mundo de las vecindades urbanas. Se presenta inofensivo, atento a la moral y a las buenas costumbres, y tiene la característica de ser siempre engañoso ante la mirada ingenua de los demás inquilinos/as y hasta de su alquilador. Éstos lo ven con buenos ojos y buenos oídos. Como si su voz cantante fuera a ser para ellos una especie de banda sonora armónica y atinada para cada momento de su día. Claro que no tarda en pasar una semana para que cambien de opinión. Es que aquel insistente especímen de la naturaleza puede pasar horas sin hacer otra cosa que tocar su instrumento y cantar.

El vecino cantante es aquel que no sabe ningún tema pero que los canta todos. Aquel que, irremediablemente -y por su sola condición de cantante- desborda popularidad. Aquel que, por este motivo, organiza encuentros diurnos y nocturnos para seguir cantando. Porque, si el capital llama al capital, pues la música también llama a la música: sí, los amigos y amigas del vecino cantante también cantan.

Mientras tanto, del otro lado de la pared quedan los oídos atormentados. El escobillón preparado para dar un golpe certero cuando los decibeles entorpezcan la llegada del sueño. Y el autoconsuelo de que “al menos es música, peor sería si anduviera haciendo ruidos con un martillo”. Consuelo que en realidad no consuela a nadie .

- It’s been a hard day’s night, and I’ve been working like a dog… 
Ya es tiempo de que la inquilina se resigne al encierro. No pasará más brisa por las ventanas. Es que el vecino cantante ha pasado su día cantando lo duro que ha trabajado. Pero la inquilina sí lo ha vivido en carne propia. Sin ánimos de nada más entornará los ojos, mirará hacia arriba con rabia y subirá el volumen de la radio un poco más.




Radiografía de la economía del estudiante universitario

Esto es: ,

*Nota publicada en 2008 en el sitio red-accion

Y sí, pasa. Llega el día en que aquellos derrochadores compulsivos ingresan a la Universidad, se van a estudiar lejos de casa y, de repente y sin preámbulos, se encuentran con la cruda realidad: la de administrar el dinero con el que cuentan para sobrellevar la semana o el mes.

Y es entonces cuando llega el momento en que aquel que alguna vez no regateó en desprenderse de unos cuantos billetes para saborear deliciosos manjares de golosinería, ahora se encuentra contando papelitos una y otra vez.

El estudiante cuenta los preciados papeles separando por montoncitos aquellos que serán destinados a las nuevas fotocopias, los que se guardarán con extremo celo para el pasaje de vuelta al hogar y los que servirán para alimentar sus mentes exhaustas y los cuerpos cansados de las caminatas roquenses.

Quisiera detenerme en este último montón. El universitario es extremadamente cuidadoso en su manejo, aunque ello implique, algunas veces, resignar algo de calidad por sobre la cantidad y el conveniente precio. Algunos mercados entienden. Otros no tanto.

- Mmm… dos cebollitas y… a ver, ¿ése es el precio del morrón?- pregunta esperanzada la estudiante ante un cartel discreto. El verdulero sonríe divertido ante la ocurrencia.

- Ése es el precio de los 100 gramos- aclara con una sonrisa un tanto socarrona.

- Ahh, ¡pero qué bueno! - ironiza la joven- entonces las cebollitas nada más, gracias.

Será cuestión de probar en otro lugar, con la esperanza de que sea de esos que sí entienden. La universitaria repetirá la pregunta. Esta vez escucha una respuesta más adecuada a sus posibilidades.

- Entonces llevo uno, pero el más chiquitito que tengas

- Pero podés llevar la mitad, si querés- observa la vendedora y, ante tal oferta, la joven no puede más que aceptar entusiasmada y agradecida. Al salir del mercado, la expresión esta vez es de triunfo. Dos cuadras más, cinco minutos más de frío, pero ha valido la pena. Éste era de los que sí entienden.

Ahora bien, adquirir material de estudio es otra preocupación en la agenda (o en este caso, billetera) del universitario. El montoncito que el estudiante reserva para esto es siempre de considerado volumen. Comprar un libro, pese a la preferencia de éste por sobre las apolilladas fotocopias, resulta ser la mayoría de las veces, mala palabra. Y al momento de bajar el material de Internet, no será raro encontrar al paciente estudiante achicando márgenes con empeño y comprimiendo textos hasta los límites de lo legible, para corroborar con júbilo que lo que al parecer serían tres carillas, ahora imprime orgulloso como una y media.

Y de este modo transcurre la semana, y es entonces cuando llega el momento en que el freezer, que días atrás presumía variedad de congelados, ahora se ahoga en su propia escarcha. Y la heladera y la alacena tampoco corren con mejor suerte. Y es entonces, cuando se recurre a lo que científicamente se conoce como “la cena comunitaria”, de acuerdo a sus más expertos conocedores. Esta Última Cena (de la semana) nada tiene que envidiar a la austera versión bíblica. Pues aquí los estudiantes hacen uso de sus más imaginativos recursos y con un poco de solidaridad y creatividad, dicen, y esto no es mito (aunque bien calificaría como digna epopeya) se puede lograr una comida grupal al módico precio de $1 por comensal.

Y es así que, tras una ardua semana de trabajos prácticos, exámenes, clases, trabajo y gastos, gastos y más gastos, por fin el sol sabático asoma y es el momento del retorno a casa para los afortunados que viven en localidades aledañas a la ciudad manzanera. Y no hay momento más crucial que éste… Es momento de comprobar si la administración cuidadosa ha dado resultado. Pero aquí un universitario ha tropezado. No ha contabilizado bien ese montón. EL montón. El de los papelitos que lo llevarán a casa. Una vez más, recurre a una jugada estratégica. El universitario tiene sus raíces en el ventoso Neuquén, pero al momento de sacar su boleto, no quedándole más alternativa, anuncia:

- A Allen, por favor

Será cuestión de arriesgarse. Será cuestión, tan sólo, de perderse entre la multitud de pasajeros y pasar desapercibido cuando la capital de la pera se pierda de vista y él aun continúe allí, reclinado en su asiento, rogando no ser descubierto. Será cuestión de hacerlo. Después de todo, la vida del universitario no es fácil y, al final de la semana, no hay nada mejor que estar en casa.


Inseguridad selectiva

Esto es: , , ,



En una publicación anterior hablé de un virus ocasional... Ahora me tomaré el atrevimiento de hablar de una enfermedad crónica, progresiva. Esa que hace que nuestros barrios se conviertan en territorio hostil. Un sálvese quien pueda donde todo simboliza amenaza. Por acá no pasás, y si pasás quedás como huevo frito.

Es la inseguridad. Inseguridad nuestra, inseguridad creada. Es el miedo selectivo: miedo de que un pibe me robe el celular, pero no a que un gobernador corrupto se robe la plata de mi provincia (que, por supuesto, vale mucho más que un celular). Miedo a que me asalten en la parada del colectivo, pero no miedo a que maten a un maestro en un corte de ruta.

La inseguridad hoy tiene clase social. La inseguridad no la tiene el pibe o la piba que duerme en la calle; la persona cuya dignidad pende del hilo de una caja de vino; la familia sin techo; los niños y las niñas sin oportunidades. Pero la inseguridad es ellos. Son ellos quienes nos amenazan, ellos quienes nos recuerdan todo lo que podríamos ser si perdieramos nuestro preciado status. Ellos contra nosotros y nuestros bienes materiales. Ellos, estigmatizados como enemigos del sistema que los corre y los cerca para no verlos.

Después, cuando ya no quedan cercos para ellos nos cercamos a nosotros y nosotras mismas. Y allá afuera hay todo un negocio esperando y alimentando ese miedo: rejas, portones, alarmas y seguros. Construímos nuestra propia cárcel de miedo, con los medios de comunicación como celadores. Esos que te dicen que así estás bien, porque afuera está la barbarie, la anarquía temida, el caos.

Así que quedate tranquilo, tranquila. Adentro. Viendo -como dijo una amiga, sabia- la luz del sol entrando aprisionada por las rejas que construiste para encarcelarte. Aunque, pensándolo bien, si ahora estás viendo el frente de tu casa pasando entre estas imágenes, probablemente te he dado la razón. Hay que tener cuidado. Nunca se sabe qué extraña puede andar acechando tu hogar, esperando que cierres la cortina para tomar unas fotos y criticarte, después, en un blog cualquiera.


Vacaciones a los veintipico

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Sucede que llega cierto momento de la vida en que no nos queda bien ningún envase. El de la infancia ya se hizo chico hace rato. El de la adultez se nos hace –quizás por puro engaño de la percepción– demasiado grande. De modo que nos encontramos haciendo contorsionismos tratando de caber en el de la adolescencia que –aunque duela admitir– ya es hora de dejar atrás. Si, compañeros y compañeras: estamos en los veintipico.

Quizás en algunas situaciones esta desnudez de embalaje pase desapercibida. Parece exagerado pensar que realmente sea tan importante. Pero el panorama puede ser desalentador al salir en busca de opciones para este receso invernal que tanta recreación ha prometido. Aquí algunos ejemplos desafortunados.

Episodio 1.  Noche de cantobar en el Casino de Neuquén. “Un lugar tranquilo para charlar y tomar algo”, dice la opinión popular. ¿Una opción acertada para un grupo de veintipicoañeras? Un rápido vistazo alrededor vaticina la respuesta. Un trío musical arrastra a su público de solteros cuarentones y parejas añejas a un karaoke desafinado. Ahí pasan los temas de Gilda, Marco Antonio Solís, José Luis Perales, Sandro. Las veintipicoañeras se miran, ríen ante lo bizarro, pero saben que han errado el lugar. Temen tararear los temas que escuchan por temor a sentirse viejas. Pero, ¡que va! Si se los saben por algo será…
Miran el reloj cuando termina la función. La música bailable está por comenzar, pero ya es tarde y es jueves. A los veintipico ya no se permiten tales aventuras.

Episodio 2. Mejor suerte si se prueba con un lugar más afín a las necesidades de la juventud. Multitud, bebidas a gusto y música. Música a todo volumen, música de ahora, música… ¡desconocida! Otra vez la frustración mientras el grupo que ya se siente el "pami", cabizbajo, ve pasar los raros peinados nuevos, la frescura de los adolescentes despreocupados que salen un sábado –todos los sábados– sin importar frío ni sueño.
Será un trago y un taxi a casa. No verán el amanecer capitalino… Es que los veintipico ya pesan en los párpados cansados.

Episodio 3. Vendrá un nuevo intento, esta vez sin pretensiones. Bajo techo familiar. Ningún intruso en esta burbuja de entretenimiento que se han creado: un tablero, un dado, unas fichas de colores que avanzan al ritmo de las risas, cómodas... porque encontraron su lugar.

Y sí. Sucede que llega cierto momento de la vida en que no nos queda bien ningún envase. Pero mientras renegamos con las generaciones de adelante y nos sorprendemos con las que vienen atrás seguimos construyendo. Y entonces llegará el día en que ese no lugar sea una añoranza. Será cuando nos encontremos en el escenario de un karaoke desafinando, mientras -unas mesas más atrás- un grupo de veintipicoañeras ría ante nuestras canciones, tan pasadas de moda.


Postal ministerial

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La geografía del edificio está concienzudamente organizada. Segmentada para que quepan más escritorios. Jerarquizada para que las personas “importantes” no estén a la vista de cualquiera. Incómoda para que no den ganas de quedarse.

Quedarse y esperar es la receta para los visitantes. Esperar mientras la secretaria amable te dice que, la persona importante, “en un ratito te atiende”. Esperar mientras la otra secretaria te pregunta “¿estás atendida?”. Quedarse a decir “buen día” a otro empleado que pasa. Y a otro. Otro más. Un buen día más y ya se van llenando los escritorios de empleados y empleadas. Cada uno con sus computadoras que delatan, en el mejor de los casos, los títulos del Río Negro de la mañana. Los teléfonos que apenas suenan.

¡Qué relajada parece la jornada laboral en este Ministerio! Pareciera que el tiempo sobra. Será por eso que una secretaria aprovecha y levanta el tubo del teléfono estatal para pedirse un turno con el médico. O que otra comenta lo bien que se siente ahora que empezó a tejer bufandas. Mientras, el mozo del edificio va y viene con bandejas de café caliente a pedido. Es que trabajar así sin nutrirse de un buen desayuno debe ser agotador.

Y el tiempo pasa y las tazas se vacían mientras el o la visitante espera. Y se queda. Le han advertido o sabe –por buen conocedor o conocedora– que en esta patria burocrática no hay que rendirse. Se morderá la lengua con indignación ante el cotorreo relajado de los empleados; responderá con cara de poker al mal humor que emergerá de las secretarias cuando entiendan que las fórmulas de “en un ratito te atiende”, “fue al baño”, y “está ocupadísimo” no funcionan; aguantará las miradas de reojo ante el llamado del superior preguntando “¿sigue ahí?”. Pero el o la visitante esperará.

Entonces, si tiene suerte, su paciencia será recompensada. Si no, tendrá que volver otro día y seguir esperando. Aunque si lo piensa dos veces, si canaliza su irritación hacia terrenos productivos, se avivará. Y la próxima vez que deba pisar alguno de estos paraísos de mediocridad estatal, llevará consigo un currículum para dejar en Mesa de Entrada. Por las dudas.


La ciudad ilustrada

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No ensucian. No es como caminar sobre papeles y residuos derramados por la calle. No “afean” la vista. Molestan, eso sí. A quien le gusta vivir deliberadamente ignorante, le molestan. Porque gritan y, si se está lo suficientemente atento o atenta, se escucha. Pero quien gusta de abrir los ojos, de ver materializado en una pared un acto comunicativo y cultural, los disfruta.

Así son los graffitis. Nacen de una conciencia intranquila con la quietud ante lo injusto, o la invisibilización de lo importante. Son marcas grabadas en la ciudad. Grabadas a flor de piel con la tinta urgente de un aerosol. Tatuajes, dice una catedrática por ahí. Y ahí, en esas marcas está la historia

Rompen el silencio de la calle hablando de política, cuestionando el Estado, exigiendo justicia, reivindicando géneros o simplemente, desplegando ingenio. También hay historias que hablan de amor, odios o de puro narcisismo. Esas -creo yo- son las prescindibles. Las importantes son las que te hacen enojar, pensar, o hasta te sacan una sonrisa. Y dicen esas cosas que no pueden quedar atragantadas.

Desde aquí sólo recomiendo –si es que acepta un consejo de esta humilde escritora– que los escuches. Escuchá lo que tengan para decir. Tomate un tiempo para detenerte cuando pases junto a un graffiti en la calle. Optá por despegar los ojos cuando vayas cabeceando en un viaje largo de colectivo urbano. Vas a ver que hasta se hace más corto.

Aunque quizás sería mejor si cada uno de nosotros y nosotras tomáramos coraje y nos animáramos a contar nuestras propias historias. Así como a diario gritamos a todos y a nadie en el timeline de Twitter o el muro de Facebook, pero en una pared real. Después de todo, ¿quién dice que las ciudades nacieron para ser lienzos inmaculados? La calle es nuestra. Adelante.

Alto Valle unplugged

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Las lamparitas del Alto Valle quedaron ayer por la tarde apagadas, impedidas, anuladas. Una interrupción en la energía eléctrica desnudó nuestra debilidad: dependemos abiertamente de la inmensa maraña de electrones que  viajan, se encuentran y hacen posible el arte de la electricidad.

Señoras, señores, hasta acá nomás llegó la intención de echar un vistazo a los títulos de TN de las 18. Trabajadores y trabajadoras de supermercado, de tareas administrativas, de maquinaria eléctrica... a descansar. Ni televisores, ni heladeras, ni computadoras, ni nada que requiera un cableHasta aquí nomás, estudiantes y docentes. Es inminente la llegada del invierno y a estas horas Febo no asoma ya sus rayos. A leer y escribir a otro lado.

Claro que este posible "ocio" obligado presenta serias dudas. De las cosas que quisiéramos hacer, pareciera que ninguna se puede. ¿Escuchar música? No. ¿Mirar tv? Ya dijimos que tampoco, así que ni hablar de computadora (alabado sea quien tenga notebook y batería cargada). La idolatrada "Sociedad de la Información" se apaga tan rápido como saltan los tapones. Ya no quedan para hacer ni las cosas aburridas: ni lavarropas, ni plancha... ¡ni depilación!

¿Y ahora qué hacemos?
- Para tomar mate no se necesita luz – la respuesta viene de mi amiga y colega Giovanna. De tan obvia, tan sabia. ¡Qué buena oportunidad para hablar! Por un buen rato: el rato que estuvo sin electricidad y el rato que tardamos en darnos cuenta de que había regresado. Ahí es cuando se entiende todo. Nos desconectamos de los cables pero nos conectamos a otro nivel: en la charla banal, en el rebusque de algo para hacer.

Claro que cuando el primer fluorescente titile, la heladera inicie su motor y los artefactos anuncien el retorno de la energía con sus "pip" característicos, nos olvidaremos de todo eso. Será la pelea por quién se levante primero y llegue con cuerpo ágil a encender la computadora que, con suerte, habrá aprovechado a enfriarse un poco.

La tentación de viajar... así

Esto es:



Pintaba ser un viaje de mal humor. Mi mp3 rendido ante la arbitrariedad de las pilas que dijeron “basta”; el colectivo de camino más largo y con los asientos más incómodos, de esos en los que no se puede ni apoyar la cabeza. Ceño fruncido y brazos cruzados en señal de protesta mientras el paisaje se desdibujaba en la ventana, no por la rapidez del paso, sino por el polvo de los vidrios.

En eso estaba cuando en un tramo incierto del camino, sube un grupo de personas que genera un alboroto. ¿Quiénes vienen a interrumpir mi deliberado enfurruñamiento con voces estridentes y sonrisas tan fuera de lugar? El resto de los pasajeros también se sorprende cuando uno de los muchachos comienza a hablar con un acento que pretende ser español, nos saluda, nos habla. ¿A nosotros, seres desconocidos? Dice que le está mostrando el Valle a su "tía".

- Es muy bonito, dan ganas de quedarse
- No, tía… ¡vas a ver que dos horas más acá arriba no vas a querer estar!

Ahí llegan las primeras risas, tímidas. El mismo muchacho, quien ya va perdiendo su acento fingido, entona De pensar en nada mientras guitarra y armónica lo acompañan. Está bien: me convencieron, aplaudo. ¡Si hasta hace malabares!

Algunas paradas más adelante, en Fernández Oro, un grupo de cinco hombres mayores –eufemismo para la palabra “insultante” viejos – sube a nuestro improvisado escenario rodante. Uno es invitado a bailar y pide una chacarera. Deseo concedido, pero piden más:

- ¡Pero, usted sigue con eso! San Martín cruzó en camilla… cantemos otra cosa.

Ya la gente sonríe, saca fotos. Y el señor pelado que ha pedido la chacarera va a la par del espectáculo. Suena la armónica, se aplaude una vez más. “¡Energía, energía!” y el señor parece que la tiene toda, “comió muchas barritas de cereal”.

Al llegar a Cipolletti el grupo teatral-musical se baja, previo pasar la gorra con la que juntaron manzanas, sahumerios, dinero (“¡Uno de 10! ¡No aplaudan, imiten!”). Y el pelado ahora queda solo en medio del colectivo, pero sigue con ganas. Comienza la charla con un desconocido que tiene enfrente. Charla va, charla viene. Cuestiones de viejos, de nostalgia, de épocas difíciles.

Y maravillada quien escribe por lo que puede hacer una pequeña intervención musical. Porque aunque la muchacha de al lado no aplauda, y la señora de lentes de sol mire hacia fuera como si le diera vergüenza ajena, la reacción mayoritaria fue de agradecimiento. Alegría por estos jóvenes que se animaron, que viven de la gorra y el arte y amenizaron un viaje al parecer interminable. Porque a nadie le importó que el acento del muchacho se perdió en la segunda oración y no reapareció nunca más. Importó que hizo malabares con su burbuja de nada, con las pelotitas rojas, se colgó de los tubos amarillos al son de su música. Importó que nos sacó una sonrisa, más de un aplauso y nos permitió entablar relación (aún sin palabras) entre quienes, momentos antes, mirábamos el reloj, impacientes por llegar a destino y charlar con un alma conocida.

El virus de la temporada

Esto es: ,



¡Cuidado que anda un nuevo virus dando vueltas! Esta temporada no se trata del H1N1. No. Ya nos olvidamos de ese. Sin embargo, el de ahora es de características similares: altamente contagioso, se propaga a través de los medios de comunicación, produce obnubilación temporal y es sostenido por un gran negocio.

Probablemente si es usted lo suficientmente avispado o avispada ya se habrá dado cuenta de lo que estoy hablando. Sí, señoras y señores. Se trata de la gripe patriótica. Así como hubo fiebre amarilla, hoy la hay albiceleste.

La cuestión es que esta epidemia de patriotismo tiene causas múltiples: por un lado, el Bicentenario de la Revolución de Mayo; por el otro, el Mundial de Fútbol Sudáfrica 2010. Por ende, no se sabe aún si el pico máximo de contagios habrá pasado tras la fecha patria o si, por el contrario, tendremos que prepararnos para una ola aún peor.

Por el momento las cosas se están mezclando y el negocio de banderas, banderines, camisetas, escarapelas, pinturitas y todo tipo de merchandising blanco y celeste lo está aprovechando. Hoy todos juegan a ser French y Beruti mientras la "Patria" pide a gritos a quienes vivan por ella que le devuelvan las tierras, el agua y los recursos que hoy son propiedad, no de un rey español, sino de las multinacionales.

De la gente que anda a la mañana

Esto es:

Son ciudades diferentes. La que se levanta temprano, con el despuntar del sol, y la otra, la que sale distendida con las sombras que ya se recortan largas en las veredas urbanas. Esta vez toca hablar de la primera. De la gente que transita las calles a altas horas de la madrugada o, lo que es lo mismo, tempranas horas de la mañana.

Los hay que van a trabajar, apurados, con maletines, bolsos o carteras grandes, de color negro discreto y zapatos lustrados. Recorriendo bancos, llenando oficinas, dándose importancia mientras dejan al pasar una moneda o dos al “che pibe” que les fregó los vidrios sucios. Andan los policías, paseando esquinas, sacando pecho o metiendo panza, incómoda bajo el traje de hace ya bastante tiempo.

Y también los hay que van al médico. Éstos son fáciles de reconocer porque van con menos pinta, con la bolsita en la mano que delata una carpeta con estudios, una radiografía de quién sabe que parte del cuerpo. Y también porque son casi siempre mayores, caminan despacito y escapan de la vorágine de las calles troncales para ir a parar a otros lugares. Allí donde está el médico.

Será que llama la atención porque circula un aire diferente, que anuncia que a la mañana pasan las cosas importantes. Porque lo importante aquí son las cuestiones políticas, las cuestiones administrativas, el horario de banco, esa gente de saco y corbata y, con suerte, tacones altos.

Muy seguido en mi ciudad -y por suerte- pasa esa “otra gente”, la que trata de hacerle un poquito de fuerza a la anterior. La que también tiene cosas importantes para decir y hacer, y que es la que se planta en medio de una avenida. Y ahí es cuando empiezan los bocinazos. Bocinazos de gente apurada, desfile de modelos y carrocerías. Ahí van las patentes C, D, E, F... Las callecitas ignoradas día a día por los automovilistas de repente se encuentran despuntando popularidad cuando se cambia obligadamente el recorrido. Pero en los autos igual reniegan, piden sentencia de muerte y se llenan la boca de improperios fáciles.

Será hasta que, al fin, lleguen a destino y en alguna cola del banco puedan compartir su indignación con algún otro cansado. O se esperará hasta que caiga el mediodía. Hasta que la administración diga "hasta mañana" y la gente que sale a la mañana pueda volver a casa, a compartir un almuerzo, aflojar la corbata o arrojar los tacos. Habrá quien no tenga tanto alivio al llegar a casa
- Viste, yo te dije: ¡es suficiente que vayas al médico para que te encuentren algo! – y cuente el diagnóstico que develó la carpetita de estudios.

Autointroducción necesaria a la blogósfera

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He aquí un blog más. Otra bitácora ocupando espacio en el infinito mundo de la web. Porque claro, como no era suficiente con administrar un correo electrónico, una cuenta en Facebook, una cuenta en Twitter… ¡ahora se suma a ellos una cuenta en Blogger! ¿Qué pasó con el papel? ¿A dónde fue a parar la tangibilidad de un abrazo, la mirada atenta a la ciudad que se mueve y respira al ritmo ajetreado del quehacer cotidiano? ¿Qué pasó que hoy mi mayor contacto al navegar dentro de esta “gran comunidad virtual” es con el teclado y la silla que me sostiene?

¿Para qué creo este blog? Bien, todo lo que verán aquí publicado nace como parte de un proyecto de la cátedra de Periodismo Digital de la carrera de Comunicación Social de mi facultad. Y no reniego de ello. Será éste mi intento de combinar lo mejor de cada mundo: la calle y la web.

Mi blog desarrollará pequeñas aguafuertes
– tomando el término de su creador, Roberto Arlt – que ilustren situaciones cotidianas de las ciudades de la región. Trataré de que el contenido exprese problemáticas sociales, políticas, económicas pero también postales de extravagancia, radiografía de personajes y situaciones irrisorias.

Así que hoy inauguro este blog, con la esperanza de contar buenas historias y liberándome de mis prejuicios sobre la Web 2.0.


Eso sí: si alguna vez me encuentran totalmente perdida dentro de una pantalla, las manos ágiles danzando sobre el teclado sobre trescientas actualizaciones saturando Twitter, quinientos blogs recomendados o si simplemente dejo de mirarlos o mirarlas a la cara para reemplazarlos por un perfil virtual en una red social… Bueno, ese día dejen de seguir este blog. Porque si ese día llega es porque he guardado la silla. Porque las mejores cosas pasan afuera, y es mi objetivo salir a encontrarlas.